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Creo con certeza que, por muchas razones, las mujeres —en su mayoría— están mucho más dotadas en relación con los hombres. Tienen el poder de hacer y reconstruir sus vidas a simple voluntad; esta poderosa virtud es parte de ellas, está en la esencia de su ser.

La Eli ya no era una jovencita, pero tampoco se veía tan mayor como las otras señoras, que ciertamente eran menos viejas que mi abuela. Eran mujeres de mediana edad, como casi todas las vecinas y amigas que frecuentaban la casa para pelar, o sea, hablar mal de las otras señoras que habían venido el día anterior o quizás viniesen a la mañana siguiente. Era entretenido para mí escuchar el comidillo que traían y llevaban, cumpliendo cada una con turnos perfectamente sincronizados, de manera que ni una ni otra se viese enfrentada a desdecirse por malentendidos. La Eli no participaba de esos pelambreos, porque decía: “Así como suelen hablar mal de las otras, hablan o hablarán mal de mí también”.

Una vez me contó que antes, cuando era una lola —como se les decía a las jovencitas en esos años—, se agarraba tupido y parejo con las vecinas por cuestión de celos y por lo lachos que eran sus maridos. Nunca le interesaron los viejos, mucho menos si tenían a sus señoras. Prefería tener a sus amistades por otros lados, de esa forma nadie sabía qué hacía o con quién se juntaba. Aun así, no faltaba la vieja que le inventaba un romance o cahuín mal intencionado. Tampoco aguantaba que su nombre anduviera de boca en boca. No era que le importase tanto lo que dijeran o pensaran, pero todo tiene su límite y no faltó el buen o mal día donde le sacaron los choros del canasto.