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Mi mamá, con la mirada baja y revolviendo un té caliente que se arremolinaba humeante dentro del jarrón de fierro enlozado, le dijo que lo había decidido y que, al final de cuentas, solo era cuestión de acostumbrarse, pero que igual le era inevitable sentir pena.

No sabía a qué se refería con lo de acostumbrarse, ni cuál sería el motivo de la tristeza que sentía, pero pensé que no era momento para entrar en detalles, aún menos si estas preocupaciones tenían que ver con las necesidades de todo tipo que pasábamos a diario que, por lo general, eran muchas.

—Usted sabrá, mi guachita —dijo la abuela—, pero eso sí, cambie esa carita que está como pa’ velorio. ¡Arriba ese ánimo, preciosa! ¿Cómo sabe si en una de esas le llega la suerte y se nos arregla la situación?

Cosa que, hasta ese momento, no había cambiado en absoluto. Muy por el contrario, nuestra pobreza pareció perpetuarse, sobre todo a partir del fallecimiento del tata Macario, ocurrido hacía bastantes años y sin que llegase a conocerlo.

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