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—No —me dijo—, mejor así. —Continuó moviéndose inquieta de un lugar a otro, buscando algo imaginario, manipulando cosas que no necesitaba o cambiándolas de lugar sin motivo aparente. Era fácil interpretar que, en el sin sentido de sus acciones, lo único que pretendía era retrasar nuestra inminente salida hacia algún lugar hasta entonces desconocido para mí.

La mamita Gema tampoco le quitó la vista de encima, hasta que rompió su desorientado deambular y le pidió con dulzura que se sentara a tomar una taza de té y comiera unas tostadas de pan recién untadas con margarina, que de paso disimulaban los nauseabundos olores emanados de los basurales aledaños y del pútrido barro acumulado en un laberinto de callejones, siempre inundados de negras charcas a lo largo y ancho de todo el campamento.

Puedo decir que, con el paso de los años, llegué a dominar mi sentido del olfato, logrando que esa o cualquier otra clase de pestilencia se me hiciera imperceptible. El autocontrol de los sentidos, a propósito de anularlos o activarlos según la situación, “es un mecanismo de alerta y defensa del subconsciente”, me explicaría un psicólogo años más tarde. Esa habilidad viene a ser casi un acto reflejo de quienes nacen en la marginalidad y pobreza más extrema. Confieso sin pudor que a veces hasta extrañaba la fetidez, sobre todo cuando salíamos a caminar con mis amigos y deambulábamos días enteros por esos barrios “jais”, inventando juegos de competencia como quién era el que contaba más autos estacionados en los antejardines o patios de las casonas y chalés. Claro que nos aburríamos muy pronto de jugar, porque el garaje que menos vehículos tenía contaba con tres o cuatro. El tema es que solo en un par de cuadras a la redonda eran demasiados los autos de todas las marcas, tamaños y colores que teníamos para contar, por lo que se nos confundían las cuentas y terminábamos peleando sin saber quién había sido el ganador.

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