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Ahora tengo que dormir. Una calle empedrada y casas coloniales con la firma de Mauro Callejas, está sobre nuestra cama. Apago la luz de mi mesa de noche. Mi mujer duerme desde hace rato.

A las tres de la mañana, me despierta un ruido sutil que me inquieta. Me mantengo alerta y los sonidos se vuelven más fuertes. Algo cae con fuerza. Arrastran cosas. Golpean objetos. Prendo mi lámpara y Margot se asusta.

—¿Qué pasa, Mauro?

—No lo sé. Algo suena. Es abajo, en el sótano. Voy a ver.

Me levanto pero siento temor. Inseguridad. Tener miedo es normal —me digo— El vencerlo es de valientes.

—Ten cuidado. O mejor no bajes. Llamemos a la policía y mientras tanto esperemos aquí.

—No. Margot, todas mis cosas están ahí.

—Te vas a exponer mucho. No vayas. Quizás solo dejaste la ventana abierta y el viento derribó algunas cosas.

La escucho pero prefiero arriesgarme y decido bajar. Desciendo por las gradas con sigilo, despacio. El pisar firme sobre cada escalón me da seguridad. Me garantiza estabilidad. Un temblor se apodera de mis piernas y de mis brazos. Siento salivación excesiva y el pánico se presenta como una estela negra que me envuelve. Me cubre la cara, me impide mirar. Avanzo y se me amortiguan las manos. Tengo la sensación de que los pies se paralizan pero hago un esfuerzo y camino. El temor no es malo —repito— Nos ayuda a protegernos, debo continuar.

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