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Paso por la cocina en penumbra y tomo un cuchillo. Pienso en la muerte. En un final absurdo y trágico. Pienso en Margot. Agustín baja conmigo y maúlla. Abro la puerta de mi sitio de trabajo. Me espeluzna imaginar lo que voy a encontrar. Enciendo la luz con cautela y lo que veo me inmoviliza. Estoy estático y mudo. Sin palabras. No puedo gritar. Tengo taquicardia. Un sudor frío me recorre por el cuerpo. Todo está en el piso. Roto. El caballete despedazado. Los tubos de las pinturas regados por el suelo. Reventados. Pisoteados. La paleta averiada. El lienzo con los colores del lago está retaceado. Apenas veo una parte del agua que parece ondular sobre el suelo. El equipo que utilizo para la música, está tirado pero intacto. Mi delantal y la boina es lo único que han dejado en su lugar.

Las puertas del mueble blanco donde guardo mis trabajos aún sin enmarcar, están abiertas. Mi esfuerzo de años destruido. Los lienzos ajados. Veo paisajes cortados. La mitad del rosal en medio del campo. Parte del ramillete de flores amarillas. Un trozo del caballo que pasta delante de una cabaña. Mitades de árboles. Tan solo la esquina del bote atado al muelle. Mariposas con alas trizadas. Aves fragmentadas. Un mirlo en la ventana que está estropeado. Calles divididas en pedazos. Parte de la entrada colorida de una vivienda rural; en fin, tantas y tantas cosas que he atesorado y que no he vendido porque en nuestro medio es difícil pero que con paciencia iban a salir. Todo en hilachas, cortados con cuchillo o tijeras. Cada uno, una ilusión devastada, una alegría anulada, un placer aniquilado. El alma rota. El espíritu quebrado. La saliva atorada en la garganta. Las lágrimas retenidas en los ojos. El dolor que arde en la mitad del pecho.

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