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Salgo del parque y camino por la vereda. Pasan los carros veloces, los conductores tocan las bocinas apresurados. Yo sigo sin rumbo. Avanzo e intento llenar mis pulmones con el aire que les falta. Pienso en Margot que a esa hora debe esperarme con otro café sobre la mesa. En Agustín marrón, en mis obras, en mi única pasión. Un torbellino de colores cruza fugaz, gira irreflexivo, casi violento dentro de mi cabeza. Remolinos de matices que mutan. Aprieto los párpados. Camino casi a ciegas. Tengo nauseas. Me detengo para no tropezar. Abro los ojos y veo gente que cruza apurada, quizás entre ellos va el ladrón, quizás no. El cielo ya tiene más nubes y decido volver. Compro el periódico en una esquina y voy en busca de ese café que se enfría y que Margot lo tiene listo para ofrecerme con cariño. Lo bebo. Doy un beso a mi mujer en la frente y bajo al sótano. Encuentro en la estantería, un lienzo en blanco que está nítido. Lo pongo sobre la mesa de escritorio. Recojo lo que queda de las pinturas rotas y un pincel partido. Me coloco el delantal y la boina. Acomodo el equipo en su lugar. Enciendo la música. Sonrío con malicia y trazo, como un desquiciado, los bosquejos de la laguna con su tono matutino.

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