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Mónica tuvo una vida donde las carencias abundaron. En su infancia faltó esto y faltó aquello incluido un padre. En la adolescencia se excedieron los miedos, las inseguridades. Creció incontrolable la pena, los desencuentros, el desamor. La madre murió cuando ella se asomaba a la juventud, entonces fue Mónica quien empezó a preparar los alimentos para su familia, al principio con tristeza, con dolor.

Conforme aprendía nuevas recetas, descubría una forma de catarsis. Un desahogo. Una herramienta para el olvido. Un espacio sagrado en donde se encontraba consigo misma. Un paréntesis de distracción, de purificación mental y espiritual. El cocinar la redimía. Se le revelaban alegrías desconocidas, impensadas. Su cerebro entraba en un proceso de meditación en el que las fragancias de la albahaca, del romero, eran fuerzas liberadoras; los aromas de la rúcula, del tomillo, del orégano, energías redentoras que le limpiaban el alma y le permitían vivir.

Conseguir graduarse de chef, no fue fácil. Implicó el típico esfuerzo y sacrificio de quien estudia y trabaja, al mismo tiempo, para poder pagar el sueño de prepararse, de aprender. Mientras cursaba los años de su carrera en la universidad, fue mesera en una cafetería del puerto principal. El horario era apretado y empezó a interferir con las horas de clases, entonces se cambió a un bar con un horario más nocturno.

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