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Nadie parecía darse cuenta de la presencia del mendigo pues incluso, al llenar sus alforjas de agua, le mojaban y sin embargo éste parecía no inmutarse. Como podéis imaginar, en la variedad humana, había personas que le mojaban sin darse cuenta – tan embebidas estaban en su conversación – pero otras lo hacían en conciencia por mofa o maldad. Daba igual, el mendigo siempre tenía la mirada cabizbaja y el cabello tapado por un sombrero roído.

Al atardecer, cuando ya nadie acudía a la fuente, aparecía una gata negra y de intensos ojos amarillos que se enroscaba a los pies del mendigo. La gata siempre traía algo de alimento en la boca que soltaba al llegar a sus pies y ambos compartían en silencio, con breves bocados.

Había un detalle en que nadie reparaba, escribía con la última luz del día en lo que parecían unas hojas de pergamino gastadas.

Y así, con la misma secuencia, se repetía un día tras otro hasta que ocurrió un hecho que rompió esa extraña armonía: la gata dejó de aparecer y el mendigo sin nada que echarse a la boca, por poco que fuera, fue debilitándose. Tampoco ya escribía, pero eso nadie lo echaba en falta.

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