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Las gentes de la aldea hablaban de ello y debatieron si debían ayudar a subsistir al mendigo – en contra de sus menguadas arcas – o dejarle morir teniendo presente que sería una agonía. Al pasar los días y no decidirse los aldeanos por una cosa u otra, y teniendo en cuenta la debilidad del mendigo, acabó por morir, no sin sufrimiento en forma de llagas y laceraciones por permanecer a la intemperie.

Al cabo de unas jornadas, con gran sorpresa de la aldea, apareció la gata que maulló con desesperación al no encontrarse con el mendigo. Creyendo que era un signo de mal augurio decidieron dar muerte al animal para así desterrar el supuesto mal de ojo que se podría cernir sobre ellos. Pero la gata, como si advirtiera el peligro, se escabulló hacia el bosque cercano con una agilidad y una velocidad imposible de contrarrestar.

Y cuando todos parecían haberse olvidado, ya que el paso del tiempo es capaz de curar los actos más detestables, llegó una delegación de la más alta autoridad. Nadie entendía que hacían allí, en esa aldea perdida, semejantes dignatarios, pero en seguida les ofrecieron posada, alimentos y cualquier ayuda que necesitaran para estar cómodos en ese humilde pueblo.

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