Читать книгу Desconocida Buenos Aires. Pulperías y bodegones онлайн

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La sastrería abrió sus puertas en 1930, cuando el abuelo de Analía comenzó a cortar tela y confeccionar trajes, pantalones y camisas. Entonces todo se hacía a mano. Comercio indeclinable, no existía pueblo que no tuviera su sastre. Fue intenso ese trabajo en aquellos años. Con el desarrollo del siglo, estos oficios fueron apagándose en un lento ocaso. Sucedió lo mismo en Azcuénaga. La sastrería quedó vacía y los padres de Analía se debatieron entre irse del pueblo o hacer algo. Eligieron lo mejor: hacer algo. “A mi madre se le ocurrió poner una casa de té. Todos los domingos la gente llegaba y le preguntaba dónde tomar y comer algo. Arrancamos con mi esposo, mis hijos y mis padres con este pequeño proyecto. Mis hijos crecieron y estudiaron cocina y terminaron cocinan­do en el propio restaurante”, explica Analía el origen de La Porteña.

La pulcritud del lugar, la belleza de sus muebles, el brillo en las vajillas, en cada detalle hay un porqué, la correcta ubicación de los elementos lo­gran completar un cuadro auspicioso. La Porteña entra por los ojos. Desde la cocina se quiere dar un mensaje, que llega claro al salón. Aquí, las recetas que se sirven son delicadas, importantes, pensadas y sentidas. La cocina hecha de esta manera, con tanta sintonía entre la historia y los sentimientos, no tiene chances para el error. La consecuencia es lógica: las pastas caseras se deshacen en el paladar, provocan un éxtasis y abren las puertas a los mejores recuerdos. También crean nuevos, inolvidables. La experiencia es sublime. La vieja sastrería conserva su garbo y el encanto.

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