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Recuerdo que en mi soledad y en mi amargura, y mientras recorría la gran ciudad, esperaba a cada instante recibir algún mensaje del líder ausente y prisionero. Me imaginaba que de alguna manera él se ingeniaría para hacerme saber cómo estaba y dónde estaba; y esperaba sus noticias con el alma en un hilo, torturada por la angustia.

Conservo de aquellos días varios mensajes manuscritos por él; y en todos ellos aparece, en su letra clara, firme y decidida, la serenidad con que su espíritu afrontaba los acontecimientos.

En todos sus mensajes no hizo otra cosa que recomendarme a sus obreros “que estuviesen tranquilos, que no se preocupasen por él, que no creasen situaciones de violencia...”.

Yo —lo confieso honradamente— busqué con afán en todas sus cartas, una palabra que me dijese su amor.

En cambio, casi no hablaba sino de sus “trabajadores”, a quienes por aquellos días la oligarquía, suelta por las calles, empezó a llamar “descamisados”.

Su rara insistencia me iluminó: ¡aquel “encargarme de sus trabajadores” era su palabra de amor, su más sentida palabra de amor!

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