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Durante casi ocho días lo tuvieron a Perón entre sus manos.

Yo no estuve en la cárcel con él; pero aquellos ocho días me duelen todavía; y más, mucho más que si los hubiese podido pasar en su compañía, compartiendo su angustia.

Al partir me recomendó que estuviese tranquila. Confieso que nunca lo vi tan magnífico en su serenidad. Recuerdo que un embajador amigo vino a ofrecerle el amparo de una nación extranjera. En pocas palabras y con un gesto simple decidió quedarse en su Patria, para afrontarlo todo entre los suyos.

Desde que Perón se fue hasta que el pueblo lo reconquistó para él —¡ y para mí!— mis días fueron jornadas de dolor y de fiebre.

Me largué a la calle buscando a los amigos que podían hacer todavía alguna cosa por él.

Fui así, de puerta en puerta. En ese penoso e incesante caminar sentía arder en mi corazón la llama de su incendio, que quemaba mi absoluta pequeñez.

Nunca me sentí —lo digo de verdad— tan pequeña, tan poca cosa como en aquellos ocho días memorables.

Anduve por todos los barrios de la gran ciudad. Desde entonces conozco todo el muestrario de corazones que laten bajo el cielo de mi Patria.

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