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Allí le conocí franco y cordial, sincero y humilde, generoso e incansable, allí vislumbré la grandeza de su alma y la intrepidez de su corazón.

Viéndolo se me ensanchaba el espíritu como si todo aquello fuese cielo y aire puro. La vieja angustia de mi corazón empezaba a deshacerse en mí como la escarcha y la nieve bajo el sol. Y me sentía infinitamente feliz. Y me decía a mí misma, cada vez con más fuerza: Sí, este es el hombre. Es el hombre de mi pueblo. Nadie puede compararse a él.

Y cuando le veía estrechar las manos callosas y duras de los trabajadores, yo no podía dejar de pensar que en él y por él mi pueblo, por primera vez, daba la mano con la felicidad.

VIII

LA HORA DE MI SOLEDAD

El incendio seguía avanzando con nosotros. Los “hombres comunes” de la oligarquía cómoda y tranquila empezaron a pensar que era necesario acabar con el incendiario. Creían que con eso acabaría el incendio.

Por fin, se decidieron a realizar sus planes.

Esto sucedió en la última hora de la Argentina oligárquica. ¡Después, amaneció...!

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