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A medida que iba descendiendo desde los barrios orgullosos y ricos a los pobres y humildes las puertas se iban abriendo generosamente, con más cordialidad.

Arriba conocí únicamente corazones fríos, calculadores, “prudentes” corazones de “hombres comunes” incapaces de pensar o de hacer nada extraordinario, corazones cuyo contacto me dio náuseas, asco y vergüenza.

¡Esto fue lo peor de mi calvario por la gran ciudad! La cobardía de los hombres que pudieron hacer algo y no lo hicieron, lavándose las manos como Pilatos, me dolió más que los bárbaros puñetazos que me dieron cuando un grupo de cobardes me denunció gritando: —¡Esa es Evita!—.

Estos golpes, en cambio, me hicieron bien.

Por cada golpe me parecía morir y, sin embargo, a cada golpe me sentía nacer. Algo rudo, pero al mismo tiempo inefable, fue aquel bautismo de dolor que me purificó de toda duda y de toda cobardía.

¿Acaso no le había dicho yo a él: “por muy lejos que haya que ir en el sacrificio no dejaré de estar a su lado, hasta desfallecer”?

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