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Ellos lo vieron y creyeron.

Se repitió aquí el caso de Belén, hace dos mil años; los primeros en creer fueron los humildes, no los ricos, ni los sabios, ni los poderosos.

Es que ricos y sabios y poderosos deben tener el alma casi siempre cerrada por el egoísmo y la avaricia.

En cambio, los pobres, lo mismo que en Belén, viven y duermen al aire libre y las ventanas de sus almas sencillas están casi siempre abiertas a las cosas extraordinarias.

Por eso vieron y creyeron. Vieron también cómo un hombre se lo jugaba todo por ellos. Yo sé bien cuantas veces él apostó todo a una sola carta por el pueblo.

Felizmente ganó. De lo contrario hubiese perdido todo, incluso la vida.

Yo, mientras tanto, cumplía mi promesa de estar a su lado.

Sostenía la lámpara que iluminaba sus noches; enardeciéndole como pude y como supe, cubriéndole la espalda con mi amor y con mi fe.

Muchas veces lo vi, desde un rincón en su despacho en la querida Secretaría de Trabajo y Previsión, él escuchando a los humildes obreros de mi Patria. Hablando con ellos de sus problemas, dándoles las soluciones que venían reclamando desde hacía muchos años. Nunca se borrarán de mi memoria aquellos cuadros iniciales de nuestra vida común.

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