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No es de extrañar, entonces, que Galileo, con “fe genuina”, maldijera, aborreciera y abjurara “el mencionado error y las herejías”. La Inquisición le advirtió que sería torturado si no lo hacía, y (para un hombre de su edad y salud frágil) la tortura hubiera significado la muerte. Algunos siglos después, Albert Camus escribió: “Galileo, quien sostenía una verdad científica de gran importancia, la abjuró con gran tranquilidad en cuanto puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien”.36

La facilidad con la que abjuró de esa verdad, o si hizo bien en hacerlo, es debatible. Lo que no es debatible es de qué lo acusaron y de qué se retractó. O quizás eso sea debatible. La herejía de Galileo no era, de hecho, “contraria a las Santas y Divinas Escrituras”, sino contraria a un filósofo griego pagano fallecido hacía más de 19 siglos, un punto crucial a menudo extinguido de los relatos populares.

Los problemas de Galileo, en especial con algunos jesuitas y dominicanos, comenzaron décadas antes de la abjuración, cuando apuntó su telescopio a los cielos y vio cosas que, de acuerdo con la ciencia honorable y establecida a lo largo del tiempo, no debían estar allí. Aunque Galileo había estado bajo sospecha por años, lo que incitó el odio de Roma fue su libro Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo, publicado por primera vez en 1632. Habiendo sido advertido sobre la enseñanza de algunos de sus puntos de vista (un amigo preocupado le dijo que Roma no era el lugar para hablar sobre cosas de la Luna37), Galileo esperaba eludir los golpes si escribía el libro como un debate intelectual audaz entre tres protagonistas: Salvatori, Sagredo y Simplicio.

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