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Poco después me mudé; alquilamos juntos una casa en la colonia Satélite Norte -al lado del Hospital Militar- y con el tiempo acabaría incorporándome al proyecto del periódico, trabajando de documentalista y como corrector de estilo.

En cuanto a Ana Lidia, en esas fechas estaba tratando de normalizar su vida -reinsertarse, decían los pedantes- después de los años pasados en el monte. Había asumido cierta distancia respecto a la política (era un momento efervescente en el que todo el mundo parecía haber sido comandante). El número de combatientes se había inflado en la desmovilización y muchos de los retornados que habían pasado los años duros cómodamente instalados en el exilio regresaban al país con un discurso más radical que el de los propios compas que habían estado enmontañados.

Ana Lidia fue siempre un ejemplo de sensata lucidez. Pablo decía de ella que había sido el mejor referente civil al interior de la guerrilla. Se mostraba mucho más fiel a la amistad que a la ortodoxia. Se había matriculado en la universidad de los jesuitas para intentar recuperar el tiempo perdido y por las tardes ayudaba a la abuela de su hija a administrar un cafetín en el Boulevard de los Héroes. Nos enamoramos enseguida.

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