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Pregunté a mis amigos y verifiqué que la ignorancia no era solo mía. Vaya por delante que entre mis conocidos hay unos cuantos a los que atribuyo cierta cultura política y -en menor medida- literaria, pero casi nadie conseguía ubicarlo. Con pocas excepciones (que coincidían con aquellos que me sacaban más de diez años) los que habían escuchado hablar de Giménez Caballero no tenían más que referencias sumamente vagas.

Hubo quien se acordó de que era uno de los 100 autores recogidos en aquella magnífica iniciativa editorial que fue la Biblioteca RTVE Salvat, que a principios de los 70 iluminó las estanterías de las familias españolas de clase media. Concretamente del penúltimo número, el 99. De color naranja. Junto a la tumba de Larra se titulaba. Lo busqué y -efectivamente- allí estaba, en un estante en la casa de mis padres. He aprovechado para verificarlo estos días que visito en ella a mi madre, a quien acaban de amputarle una pierna. La vejez es una catástrofe terrible.

¿Cómo es posible que alguien que tuvo una influencia tan notable en la gestación de la tragedia de España y que en su momento representó la punta de lanza de la vanguardia literaria haya sido olvidado de esa manera? Se diría que -ante la dificultad de encontrarle un acomodo- su figura ha sido abducida y echada a un lado.

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