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La verdad es que sorprende el nivel de mala hostia que tenía Umbral.

Es lastimoso ver en alguien que dedicó toda su vida a cultivar un afán desmedido de reconocimiento (lo obtuvo solo de manera parcial y durante no mucho tiempo) que el propio empeño acabara por volverse contraproducente y convertirlo en un personaje incómodo y marginado.

Más amargo todavía le debió de parecer si pensamos en sus numerosos amigos que sí trascendieron -Buñuel, Dalí, Lorca, Alberti…-, en que había mirado por encima del hombro los escritos de Miguel Hernández y hasta los de su condiscípulo Vicente Aleixandre, quien en 1977 obtuvo nada menos que el Nobel de literatura.

Él en cambio se quedó aislado. Sus colaboradores se fueron apartando -horrorizados con su deriva ideológica- y los últimos seis números de La Gaceta Literaria los tuvo que escribir íntegros (a pulmón) él solo. Enteros. Terminó cambiándole el nombre a la revista por el de El Robinsón Literario.18

El mismo régimen del que había sido inspirador acabó por desterrarlo. Poco a poco. El proceso se aceleró conforme los tecnócratas del Opus Dei ganaban poder en detrimento de Falange, que iba quedando paulatinamente relegada. Las hipérboles y extravagancias de Ernesto resultaban ya incómodas. En esa época tuvo sin embargo la habilidad de buscarse un refugio confortable en la embajada española en Paraguay, desde donde pudo deslumbrar al dictador Stroessner -un militarote intelectualmente bastante mediocre-.

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