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Por esa época, Daniela ya leía todo lo que cayera en sus manos. Su madre le compraba libros viejos y luego los cambiaban por otros, más viejos aún, pero que acaparaban toda la atención de la niña. Revistas y cómics destartalados corrían la misma suerte que los libros.

Paula y Raúl jugaban mucho en la calle con los otros niños del barrio pero Daniela prefería pasar las horas leyendo.

Un día, llegó Celina con un libro nuevo, bellamente encuadernado, que olía maravillosamente y tenía unas ilustraciones muy realistas y coloridas. Para Daniela era hipnótico pasar sus hojas y atrapante leer sus relatos. Era un libro de historias bíblicas que despertaron la curiosidad y la fantasía de la niña.

Conocer

Celina comenzó a ir a una iglesia cercana y llevaba a las niñas con ella. Si bien ella creía en Dios, asistir a la iglesia era la única manera de conocer gente y organizar reuniones durante ese periodo de dictadura militar por el que estaba pasando el país.

Los viernes por la noche se reunía un grupo de personas en la casa de alguien y los adultos hablaban, se contaban sus cosas y compartían lo que cada uno había llevado para comer. Mientras tanto, los niños jugaban juntos; afuera si hacía buen tiempo o en otra habitación si era invierno.

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