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Años después, Daniela recordaría aquella frase, ya que la realidad no fue muy distinta al augurio, y pensaría con una sonrisa que aquel espíritu de la copa tenía un peculiar sentido del humor.

Silbar

El padre de las niñas venía a verlas regularmente, una o dos veces a la semana. Él tenía un código para que las niñas supieran que estaba cerca y, antes de doblar la esquina de la calle de los abuelos, silbaba un silbido largo y agudo, con cinco notas, siempre las mismas, que desencadenaba que dos pares de piernas comenzaran una carrera loca y terminaran trepando un cuerpo de hombre.

Paula disfrutaba cada momento con su padre, pero Daniela sabía cuándo estaba tranquilo, cuándo estaba triste y cuándo desesperado con sólo echarle un vistazo de lejos. Eso la desconcertaba y necesitaba hacerle preguntas a su madre.

-¿Mami, ya no querés a papá?

-Si, Daniela, lo sigo queriendo. Pero me mintió y ya no puedo confiar en él. Por eso ya no podemos estar juntos, ¿me entendés?

Entendió que la mentira era algo que tenía el poder de destruir una familia, que podía hacer sufrir a más personas que las implicadas y que nunca sería una buena idea utilizarla.

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