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Sed, y es la primera vez que siento algo desde hace tres días; reparo en que no he tomado agua en estos días, que no he sentido calor, ni frío, ni el viento, ni el sopor de las siestas ni el dolor ni el miedo ni la angustia, que no he sentido hambre de nada, ni siquiera de justicia, ni de amor, ni de flores, ni de abrazos. Y ahora veo el agua y siento el agua, la quiero para vivir, y envidio a esas calas.

La señora me dice:

—Vos tenés que ser la hija de mi hermana Amalia.

Yo ya no tengo fuerzas para casi nada, solo para estar parada sobre mis zapatos, dentro de la ropa que se me ha vuelto de cartón, y para tener el bolso azul aferrado en mi mano. Y le contesto:

—Sí.

Con un sí para adentro, porque ya no tengo aire para sacar algo fuera de mí; la voz me traga las palabras, me traga para adentro y es un sí que no se escucha.

Estoy mirando las calas y siento, siento de golpe todo: que necesito del agua para vivir y para ser otra, para ser fuerte y para tener ánimo, para poder dar un paso que lleve a mi cuerpo hacia alguna parte. Y yo que soy fuerte, que soy alta, que soy grande, me desplomo y me largo a llorar, no puedo parar, con sollozos que la señora entiende inmediatamente; me lleva adentro de la casa, me hace sentar en una sala y yo sigo sin poder articular una palabra y no encuentro el freno aunque hago todos los esfuerzos. Ella me pone delante un grueso vaso de vidrio, que parece tan viejo como ella:

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