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Eso es casi todo lo que sé de esta tierra y de su ciudad, la de «Todos los Santos de la Nueva Rioja», al pie de las Sierras de Velasco, de la que mi madre me ha contado muy poco, quizás porque para ella y para mi padre hablar del pasado era cosa de gente débil. En sus palabras, «hablar de uno mismo es decaimiento de los que no tienen carácter ni voluntad, quejosos, que yerran por la falta de humildad», así decía a veces mi madre, Amalia del Valle Consolación Riera Benítez, como era su nombre completo de bautismo, posiblemente parafraseando a sus maestras o a las monjas que por educarla la hicieron más rebelde, o a los «antiguos» como ella llamaba a sus abuelos.

Llego a la terminal y bajo del ómnibus que sigue hacia Cuyo. Desciendo a una ciudad áspera, de casas bajas, ordenadas, la que, si no fuera por las escasas construcciones coloniales que se intercalan, parecería fundada en este siglo. Aquí todo es pequeño, los jardines, las personas, las veredas, y yo me voy haciendo más pequeña y camino por callejas donde parece que no hay nadie, pero es el atardecer y veo a través de las ventanas televisores encendidos, chicos que juegan en los patios, maestras de regreso con su guardapolvo blanco.

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