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Busco la calle Asunción y pregunto por la familia Riera a un viejo que está sentado en una silla esterillada, contra la pared de una casa y me dice: «Es en la otra cuadra vea, en la esquina, va a ver una puerta grande, ahí donde la calle se hace de tierra». Me ha contestado con una tonada que reconozco, esa especie de requiebro, de canto dulzón con el que nos acunó mi madre. Solo ella es la que hablaba así en nuestra casa y nos hemos reído siempre de eso.

Llego a la puerta de dos hojas que está a medias abierta y es antigua, todo en esa casa es centenario y adentro se ve un patio con un jacarandá en el medio y macetas rojas con helechos, begonias, geranios y otras flores que no conozco, y una pajarera con canarios y cardenales tras la reja que separa el zaguán de la entrada. Miro el dintel y leo, en un gastado latón, en blanco y negro, «Bendigo este hogar», entre los abiertos brazos de un Jesús el Buen Pastor, y me quedo mirando, y veo que hay gente en las casas del frente y en las de los linderos, que yo no había visto, pero que ellos sí, me están observando, viejos y viejas, quietos, controlando que nada se les escape.

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