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—Hará buen día después de todo —anunció satisfecho el doctor Slade—. La niebla era sólo decoración.

Puso el maletín en el suelo de manera que descansara contra su pierna.

—No me extrañaría que levaran ancla y se fueran mientras seguimos esperando —dijo la señora Slade tétricamente.

El doctor Slade se rió. Si tal cosa hubiera ocurrido, él se habría visto aún más contrariado que ella, pero según su experiencia el mundo era un sitio racional.

—Ojalá sepan hacer daiquiris —dijo.

Tal vez esta observación tranquilizaría por el momento a su mujer.

La lanchita de motor llegó resoplando hasta el muelle, y de ella desembarcó la corpulenta mujer de mejillas sonrosadas, con un brillo de sudor en su ancha frente. Tenía unos papeles en la mano y los agitaba ante dos hombres uniformados que estaban de pie junto a ella; los hombres señalaron hacia la aduana.

—Mira a doña Loca —dijo el doctor Slade con interés—. ¿No es extraordinaria? Ya estaba en el barco y ha regresado.

—Olvidó su carta de crédito —dijo la señora Slade.


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