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Sonriendo vagamente, la señora Rainmantle dio un enorme trago de su vaso.
—Estaba abierto, sí. Pero no quisieron ayudarme.
—¿Qué? —exclamó él—. Tal vez si usted hubiera hablado con su cónsul, él podría haber hecho algo, ¿no? (Aunque, ¿lo haría?, pensó. Quizá no, si la mira de cerca.)
—Lo he visto —aclaró ella—. Fue muy amable. Pero no pudo asumir la responsabilidad. Yo no tenía mi tarjeta de identidad conmigo. Llevé mi pasaporte y unas cartas... —su voz se apagó al recordar los detalles de la escena de su fracaso.
La señora Slade se rió, y el doctor se sintió aliviado. “Buena chica”, pensó, atreviéndose a esperar que su enojo se hubiera mitigado. Pero, todavía riéndose, ella le lanzó una mirada, y él reconoció su error.
Bebieron otra ronda. Durante la conversación la señora Rainmantle llevó al mesero aparte, y, antes de que los Slade se dieran cuenta de lo que sucedía, ya había firmado la nota de consumo.
—Invito yo, por supuesto —dijo con pompa, y logró hacer que ambos callaran.
Se levantó.