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Una llovizna finísima caía cuando el barco entró en Puerto Farol. Hacía borrosa la silueta de las montañas que se elevaban hasta desaparecer en el inmenso cielo plomizo. Aun antes de que echaran el ancla, el doctor Slade oyó el canto de las innumerables ranas en la costa. Una excursión había sido organizada para los pasajeros que estuviesen interesados en visitar las estelas de San Ignacio.
—¿Habrá algo tan físicamente deprimente como ver a un montón de gente junta en el mismo lugar? —dijo la señora Slade—. Gracias a Dios saldremos de esta arca. —Estaban de pie cerca de la baranda mirando hacia la orilla; con un leve movimiento de la cabeza, señaló a los pasajeros que estaban detrás de ellos.
—¿Hay tiburones en el agua, papi? —Una niñita con cola de macho que estaba junto al doctor Slade apuntó hacia abajo con el dedo—. Papi, ¿hay tiburones?
Nadie le hacía caso, así que el doctor Slade le dijo seriamente: “Linda, claro que los hay.”
—No le creas, cariño —dijo la señora Slade—. Bromea.