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—No me digan que perdieron los tres autobuses a San Ignacio —exclamó la señora Rainmantle—. ¿Puedo?
Se dejó caer en la silla del doctor Slade. Él la miró desde arriba con desdén y apatía, como esperando que la silla se desplomase bajo su peso, pero el mimbre era engañosamente resistente.
—Pero claro. Se me olvidaba que ustedes también desembarcaron aquí, ¿no?—. Se exprimió el pelo con ambas manos, y unos hilitos de lluvia le corrieron por la cara.
—Estás calada hasta los huesos —observó la señora Slade.
Ella se rió.
—Yo diría que hasta el alma.
La señora Slade miró el auto que se alejaba por el fango del otro lado del jardín público.
—¿Venías en taxi? —preguntó de pronto.
—Era el cónsul británico. Más problemas. Ahora no quieren dejar que desembarque mi equipaje. Tengo una cuenta pendiente en el bar. Pero no me dejen que empiece con esto.
—¡Ah! —dijo el doctor Slade, que iba y venía lentamente frente a las dos mujeres.
—Me parece muy extraño —dijo la señora Slade con cautela. Luego agregó—: ¿Entonces desembarcas aquí?