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Los tres comensales solitarios habían salido del comedor para ir a dormir la siesta. De vez en cuando, el doctor Slade le lanzaba una mirada temerosa a su mujer, para ver si se resentía por su largo silencio, pero al parecer no le daba importancia. En alguna ocasión, ella hasta le dirigió una sonrisita dulce al doctor, como si creyera que él apreciaba el interminable monólogo tanto como ella; la sonrisa que él le devolvió quería proyectar una expresión de paciencia. Ahora la lluvia había cesado, el sol resplandecía, y por la ventana se veía el vaho que surgía de la tierra.

—Siempre trato de ver algo que valga la pena cuando vengo a visitar a Grover.

Un año había ido a la región de los lagos; otro, a ver los volcanes cerca de la frontera sur de la república. Otra vez había venido por Trinidad y Georgetown, para navegar por el Mazaruni hasta Roraima.

El mesero se acercó a limpiar la mesa.

—Pregúntale si tendió las cosas de la señora cerca de la estufa, querido —dijo la señora Slade.

El doctor habló con el mesero.


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