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La señora Slade produjo un cortante “Shhhh”.
Las pisadas de los mozos aún golpeaban y hacían temblar el corredor cuando los Slade se arreglaban para bajar. Él vio a su mujer sentarse en la cama, indignada, y tratar de atraer su atención a través del velo. Forcejeando, se puso su kimono, abrió la mosquitera y lo miró fijamente; se veía descompuesta y enojada, y muy deseable, pensó él. Se rió entre dientes y dijo:
—No nos puede oír, no se oye nada. Escucha —alzó la mano un segundo—. Todos esos insectos. Son como una barrera contra el sonido. A menos que uno grite.
—Yo temía que estuviera a la puerta.
Su ropa no estaba mucho más seca que cuando se la había quitado. Tenía olor a ron.
—Me pregunto si el sudor puede oler a lo que uno ha bebido —dijo.
—Claro.
Ella no puso en duda la información. Con un atomizador lleno de Tabac Blond, se puso a trabajar, para neutralizar el olor.
El doctor Slade aguardaba, mirándola.
—Se huele en todo el cuarto —observó en voz alta.
—Estoy lista —dijo ella.
Salieron. Él llevaba una pequeña linterna en la mano, para alumbrarse a través de los obstáculos de vegetación.