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—Me están comiendo los mosquitos —dijo ella.
—¿Por qué no regresamos?
—No van a dejar de picarme porque vayamos en otra dirección.
—El alumbrado termina ahí delante —dijo él, señalando con la mano.
—Está bien.
La señora Slade giró en redondo rápidamente y empezó a andar. En el entarimado, entre el clamor de las ranas, dijo:
—Estoy muerta de miedo. Voy a contener el aliento cuando pasemos bajo ese árbol de murciélagos.
—Los mosquitos me están picando los tobillos —dijo él—. No sé por qué vinimos por aquí.
Ella se rió con su risita de niña.
—No fui yo quien escogió el camino —dijo alegremente.
Una vez en terreno firme, no tardaron en llegar a la plaza. Había una bombilla encendida en el segundo piso del hotel. Entraron en el oscuro vestíbulo, y fueron recibidos por el olor de la basura y de la comida que alguien estaba cocinando. Algo se movió al lado del doctor Slade; el dio un salto y encendió la linterna. Era la señora Rainmantle, que estaba sentada a oscuras en una mecedora.
—¡Oh, los he estado esperando! —gritó con voz quejumbrosa—. No encuentro a nadie. Tienen que darme otra habitación.