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La señora Rainmantle hablaba; era un monólogo, y no era necesario escuchar con atención. Sin embargo, ella intentaba seguirle el hilo, temiendo que si no lo hacía se le cerrarían los ojos.

—Quiero que mi casa sea espaciosa —declaró la señora Rainmantle—. Quiero que todos los cuartos sean enormes.

Aunque la señora Slade había vaciado su vaso de whisky, el sentimiento de benevolencia para con su huésped no se manifestaba; lo único que quería era dormirse.

Se oyó a sí misma preguntando inexpresivamente: “¿Dónde está la casa?”

—Oh, va a estar en Hawai. Ya compré el terreno.

La señora Rainmantle se sirvió otro poco de whisky.

—Maravilloso —dijo la señora Slade.

—De veras, creo que ahí seré feliz. Después de todo, vivir en hoteles lo deshumaniza a uno.

Unos minutos más tarde, la señora Slade se puso en pie de un salto.

—Tengo que acostarme —dijo—, lo siento.

—Sí, es cierto.

A través de los borrosos dobleces de la mosquitera, vio a la señora Rainmantle que se acercaba a la pared y apagaba la luz.


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