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Poco después estaba vestido y fuera, en el corredor, llamando a la otra puerta. Oyó la apagada respuesta de Day y dijo suavemente: “Cinco y media.”
—Sí —dijo ella—. Está bien.
No había señas de la aurora en el cielo. El aire estaba tibio e inmóvil. Regresó al cuarto oscuro, y, con la linterna encendida, se lavó la cara en el lavamanos y se peinó. Quería rasurarse inmediatamente antes de salir para la estación.
Apagó la linterna y se sentó al filo de la cama en la oscuridad. Ahora los gallos cantaban a lo lejos, unos perros ladraban y abajo, en el jardín, una cacatúa se puso a gritar —acaso el mismo pájaro que habían oído a la hora del almuerzo el día anterior. Los fugaces dedos de la fresca brisa que precede al alba llegaban hasta él de vez en cuando, mientras pensaba: “Ésta es la hora benigna, cuando aún brillaban las estrellas y por fin hace fresco, y no se ve nada del pueblo.”
Oyó la llave girar, y la puerta del otro cuarto que se abría. Luego, el leve sonido de las zapatillas de la señora Slade a lo largo del corredor, hacía los baños. La más débil sugestión del alba aparecía en el cielo; a cada minuto se haría más fuerte. Después de un largo rato, oyó las zapatillas que regresaban, y la puerta se cerró de nuevo.