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“Dormirá desnudo”, pensó la señora Slade. Oyó la puerta del cuarto vecino que se cerraba. Los hombres que estaban en el otro extremo del balcón conversaban todavía; las palabras más fuertes se dejaban oír por encima del ruido de los insectos.
La señora Rainmantle metió la mano en su bolso y sacó una botellita de whisky que había comprado por la tarde en una tienda china frente al mar. Estaba medio vacía.
—Voy a servirme un traguito antes de desvestirme —dijo con satisfacción, y se dirigió al lavamanos—. ¿Te sirvo uno?
—Una copita, antes de acostarme.
Sirvió demasiado Scotch en el vaso de la señora Slade, pero poder relajarse un momento parecía causarle tanto placer que la señora Slade no protestó.
—Tal vez esto te parezca demasiado —comenzó la señora Rainmantle, acomodándose de nuevo en su silla— pero éste es un día que no olvidaré. Y no porque haya sido placentero. Nada sucedió como debiera.
La señora Slade pensó: “¿Sucede así alguna vez?”
—Debes de estar muy cansada —dijo, segura de que la otra esperaba una demostración de lástima más elocuente. Tal vez después de beber su whisky le costaría menos esfuerzo decir palabras amables. Miró la pared, e imaginó a su marido del otro lado, incapaz de dormirse en la cama inclinada, buscando una posición tolerable, maldiciendo del aire inmóvil y del olor a polvo.