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—¡Es horrible! —gritó la señora Slade—. No me explico cómo se atreven a poner a nadie en un cuarto así.

Un angosto pasillo entre sillas amontonadas y las maletas sin desempacar de la señora Rainmantle hacía posible el acceso a la cama.

—Pero miren la puerta —exclamó la señora Rainmantle; su voz sonaba histérica de nuevo—. Me quedaré afuera en el porche. En cualquier sitio. No me importa. No voy a dormir aquí.

—Ven a nuestro cuarto —le dijo la señora Slade—. Podemos sentarnos.

Al final del corredor la luz caía sobre las tablas del piso a través de una puerta abierta. Se oía el débil sonido de voces masculinas. “Dos hombres, probablemente”, pensó el señor Slade, deteniéndose para escuchar, y luego siguió a las mujeres de un cuarto al otro; tuvo la impresión de que los hombres estaban bebiendo. Vio a su mujer que ponía la mano en el brazo de la otra al pasar por la puerta, e inmediatamente entrevió la forma en que la situación iba a resolverse. En efecto, apenas se habían sentado en las dos sillas bajo la luz, una frente a otra, la señora Slade dijo: “Tú te quedas aquí conmigo, y todo va a estar bien. Olvídalo.”


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