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De pronto se había hecho tarde, y unas personas se acercaban por el corredor frente a la ventana.
—Taylor, ¿qué hora es? —gritó la señora Slade.
El doctor Slade gimió. Ella se quedó esperando. Al fin, él dijo: “Las ocho y diez.”
—Has dormido un buen rato —observó ella, como si tuviera que perdonárselo.
Él se estiró voluptuosamente y bostezó. Había varias personas en el balcón, cerca de la puerta, y hacían un ruido sorprendente. Dejaron caer descuidadamente unas maletas en el suelo de madera; luego se oyó que las arrastraban. Varios hombres hablaban en español, y después, inconfundible, la aguda voz de la señora Rainmantle se mezcló con la de los otros.
—Pero... pero... —parecía decir.
—Así que consiguió sus cosas —dijo el doctor Slade mientras se incorporaba. Abrió las cortinas de la mosquitera, se levantó de la cama rápidamente, y cerró la abertura tras de sí. Tomó la precaución de ponerse las pantuflas, y arrastró los pies hacia la ventana, donde se detuvo a mirar. Un momento después regresó a la cama de su mujer y le dijo en voz baja: “La pusieron en el cuarto de al lado.”