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El doctor Slade se sentó a almorzar en un insoportable estado de tedio mezclado con resentimiento; casi le indignaba ver cómo la mala suerte puede prolongarse a extremos tan improbables. Sólo tres pasajeros más habían concluido su viaje en Puerto Farol. Todos estaban en el comedor en ese momento —tres hombres sentados en tres mesas distintas a lo largo de la pared, mirando hacia el centro, donde se habían sentado los turistas. Aquí, la señora Rainmantle, ahora muy maquillada, vestía el kimono japonés más extravagante de la señora Slade, y repartía bloody marys. Había pedido una enorme lata de jugo de tomate de la refrigeradora de la esquina, y sacó una botella de vodka de su bolso.
—No debería hacer eso antes de almuerzo —decía—. Pero a veces es necesario obedecer la llamada. Y he sentido la llamada.
—Pues, estoy contigo —la señora Slade alzó el vaso—. ¡A tu salud! ¡Que llegues a la capital mañana por la noche! ¡Con tu equipaje!
La señora Rainmantle puso cara triste.
—No puedo salir mañana. Tengo que ver al cónsul por la mañana. No puedo irme hasta pasado mañana.