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—Sí, sí, por supuesto —dijo el doctor Slade—. Tomaremos el tren mañana por la mañana, y necesitaremos por lo menos tres hombres para que nos ayuden con las maletas. Quería que lo supiera.

—¡Es fantástico! —exclamó la señora Slade, mirando a su marido—. Un pueblo así de grande y no hay un solo taxi.

—Un pueblo así de grande, y éste, el único hotel —replicó el doctor Slade—. La caminata no es nada. Quince minutos. Pero, por Dios, tenemos que dormir aquí. Y tenemos que comer aquí. El taxi es lo que menos me preocupa.

El hombre detrás del escritorio estaba pelando otro mango; el olor agridulce inundó la pieza.

La señora Slade hablaba poco español.

—¿Mango bueno? —le dijo al hombre.

—Regular —respondió él sin alzar la mirada.

Salieron al corredor; el zopilote no se movió. El aire olía a flores, y el constante zumbido de los insectos era un tapiz de sonidos audibles detrás del estruendo de la lluvia. Se sentaron en dos viejas mecedoras de mimbre y se quedaron mirando fijamente el mediodía gris, lloroso y deslumbrante. De vez en cuando, se oía el potente canto de un gallo en las cercanías.


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