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La señora Rainmantle se rió.
—Claro que voy a desembarcar aquí. El cónsul lo arreglará todo a primera hora esta tarde. Si tan sólo mi hijo hubiera podido venir a buscarme... Tan inútil —y estornudó violentamente.
La señora Slade se puso de pie.
—Estás mojada y no tienes cómo cambiarte. Eso no puede ser.
—Lo sé. La situación es imposible.
—Me pregunto... —la señora Slade parecía indecisa.
—¡Por Dios! —dijo riendo la señora Rainmantle—. ¿Una cosita como tú, con tu cintura? ¡Jamás en la vida! Seguramente no tienes nada.
La señora Slade vaciló un instante más.
—¡No! —dijo de pronto—. Sube conmigo. Tengo algo. De veras.
Después de una serie de protestas, la señora Rainmantle se dejó conducir escaleras arriba, y el doctor Slade se sentó de nuevo en la mecedora que le había cedido. La lluvia menguaba, y el sonido mecánico de los insectos en los árboles llegaba con más fuerza. Permaneció sentado mirando a lo lejos. Un gato esquelético y casi sin pelo dobló medrosamente la esquina del corredor y fue a estirarse junto a sus pies. De cuando en cuando el doctor tamborileaba en el brazo de la silla y, una vez, dijo en voz alta con un tono de incredulidad y de profundo disgusto: “Maldita sea.”