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El doctor Slade miró a su mujer.
—¿Cómo lo sabes?
—Ella me lo dijo. Viaja en el barco. No le aceptaron la carta de crédito a bordo, y piensa que si encuentra algún banco podría lograr que le den algo de dinero. Es toda una saga. Le presté diez dólares.
—¿Le has prestado dinero, a ella? —gritó el doctor Slade escandalizado.
Luego, cuando oyó su propia voz, quiso alterar el tono y, con una delicadeza que era evidentemente falsa, continuó: —¿Para qué?
—Lo va a devolver, querido. —La voz de la señora Slade era como la que se usa para calmar a un nene.
Respirando agitadamente, la mujer se acercaba a ellos. El doctor Slade apenas tuvo tiempo para decir: “No se trata de eso.”
—¡No dejen que el barco se vaya sin mí! —les gritó la mujer, agitando juguetonamente su bolsa de cuero negra.
La señora Slade sonrió.
—Oh, creo que tienes tiempo.
—Eso espero —dijo el doctor Slade en voz no muy baja. Por la inflexión, fue como si hubiera dicho: “Espero que no.”
—Díganles que tienen que esperarme —gritó ella por encima del hombro.