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II
Antes de meterme en la sala de médicos fui testigo invisible de la felicidad de un tipo de mi edad. Acababa de ser padre y se lo comentaba a alguien por teléfono caminando por aquel pasillo del piso 3 mientras iba y venía como perro con dos colas.
—¡Nació Franquito, es un muñeco! Pesa tres kilos novecientos el gordo… ¡Sí, sí, Laura está bien!
Dar la vida es un acto de amor, y de egoísmo también. Traer hijos a este mundo nefasto para perpetuarnos o para que alguien nos cuide en el futuro. O para rellenar uno de los tantos casilleros del formulario del ser humano modelo. Siempre me había dado miedo paternar, quizá porque no me perdonaría morirme y dejar a mi hijo solo y desprotegido en este mundo bravo —y que replique mi mismo dolor— o quizá también porque no sabría sobreponerme si fuese al revés. La ley de la vida, como toda ley, tiene excepciones y trampas. Confieso que he fantaseado con saber cómo serían sus ojos, su carita, sus gestos. En fin, cómo sería un hijo mío. Y si me preguntara por qué lo traje a este manicomio, justificaría el costo de vivir en esta Tierra con el acceso a paladear las delicias del sexo, el arte y el amor. Mientras filosofaba, seguí al flamante padre y espié desde el pasillo a su bebé en brazos de la madre. En efecto, Franco era un muñeco.