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Pero claro, ahora me enternecían los pibes porque estaba a un paso de tocar el arpa. Hace no mucho tiempo que el tema «bebés» era motivo de discusión con Pilar, hasta que terminó por convertirse en tabú. Sinceramente, aunque ella era una mujer hermosa no visualizaba a mis descendientes con sus rasgos o gestos ni con sus filosofías consumistas, y menos aún con sus tendencias. Amén de que Pilar era tan narcisista que me echaría en cara a mí y a la pobre criatura el haberse deformado el cuerpo para concebirla.
Sabía que no era ni sería la madre de mis hijos. ¿Entonces, por qué estaba con ella? No, no es que fuera buena compañera, en absoluto, pero para un pirata cansado y ermitaño como yo, era perfecta. Sexualmente no podía reclamarle nada, era una geisha. Me amaba y, a su manera, también me cuidaba. No alimentaba mis inseguridades, celos y todo ese tipo de sombras que a la luz del amor verdadero componen una oda al claroscuro. Como decía mi amigo Oscar Wilde, «Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer, mientras que no la ame». Al no estar enamorado de ella, lo tenía todo bajo control. O eso creía.