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5 Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.

6 Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas;

7 y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.

8 Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí.

El profeta del antiguo testamento era un hombre solitario. Era un individualista señalado por Dios para una penosa tarea, como una especie de fiscal designado por el Supremo Juez del cielo y tierra, un vocero para demandar a aquellos que habían pecado en su contra.

El profeta no era filósofo que escribía para promover discusiones, ni era un libretista que componía dramas para entretener a la gente. El era mensajero, un heraldo del rey del cielo. Con sus anuncios venían las palabras “Así dice el Señor”

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