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¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al rey, Jehová de los ejércitos. (Isaías 6:5)

Las puertas del templo no fueron lo único que se conmovió. Lo que más tembló en aquel edificio fue el cuerpo de Isaías. Cuando él vio al Dios viviente, el monarca reinante del universo desplegado ante sus ojos en toda su santidad, Isaías exclamó “¡Ay de mí!”

La exclamación de Isaías suena extraña a los oídos modernos. Es raro oír a la gente hoy usar la expresión “¡Ay de mí!” Puesto que esta frase suena anticuada y arcaica, algunos traductores modernos prefieren sustituirla. Esto es un error serio. La expresión “¡Ay de mí!” es crucialmente bíblica y no podemos permitirnos ignorarla. Tiene un significado especial.

Cuando pensamos en los “ayes” pensamos en los problemas presentados en los melodramas de las películas antiguas. Los Peligros de Paulina muestran a la heroína retorciendo sus manos en angustia mientras el cruel propietario venía a confiscarle su propiedad. O el Super Ratón volaba desde su nube para rescatar a su novia que había sido amarrada a los rieles del tren por Harry el Malvado mientras ella gritaba “¡Ay de mí!”

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