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Gigantescas tormentas eléctricas iluminaban con terrible intensidad la castigada y cambiante superficie planetaria, como si nunca fuese a existir otra cosa que esas brutales y muertas demostraciones de poder. Y es que a pesar de la inmensa energía que se veía explotar por todas partes en tierra y cielo, este era un planeta muerto. Más correctamente: un planeta que nunca había vivido.

Hasta ese momento.

La oscuridad se partió en dos. De entre las tormentosas nubes surgió un gigantesco proyectil envuelto en un dorado y poderoso brillo. Una recta línea de luz marcaba firmemente el camino que iba recorriendo por el negro cielo. El inmenso poder que portaba refulgía como el oro y abría su camino primero entre las tinieblas y luego, sin que las otras poderosas energías reinantes en la atmósfera planetaria alteraran en lo más mínimo su trayectoria, se dirigía a una velocidad descomunal hacia la superficie del mundo que en un futuro muy, muy distante, sería llamado Tierra por sus habitantes.

El punto de impacto, al igual que el proceso que seguiría a continuación, había sido cuidadosamente elegido. Era un lugar que en ese distante futuro, ya con una geografía planetaria perfectamente discernible, sería parte de un hermoso y salvaje continente llamado África.

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