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Se hizo la luz.

En una final e inmensa explosión de energía, que surgió en forma de una serie de ondas expansivas, una marea de dorada luz salió del planeta al espacio, agrietando poco a poco la esfera geodésica a su paso, para finalmente romperla en inmensos pedazos que tras unos pocos segundos se difuminaron en el espacio como si fueran hielo fundiéndose.

Saliendo de su dorado e inmenso cascarón, el planeta despertó. Despertó a la vida. Despertó a la conciencia. Despertó al ser.

Y gritó lleno de miedo ante la oscuridad que lo rodeaba.

El anuncio de su nacimiento no fue escuchado por nadie del espacio local. Era un planeta solitario, flotando en el oscuro vacío, sin hermanos mayores o primos cercanos que estuviesen igualmente vivos. Pero su despertar quedó fielmente registrado en ese instante en una memoria inmensamente poderosa, situada a una inconmensurable distancia. Desde ahí, gracias a las detalladas instrucciones contenidas en el corazón del meteorito que terminaba de fundirse con su centro, recibió un vínculo.

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