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De colores elementales e incluso desvaídos, en el aspecto de ambos se notaba que los sencillos programas de desarrollo eran el resultado de los esfuerzos de un mundo joven, aún en proceso de aprender.

Al principio, la cuna de la vida, los mares, estaban saturados. Seres rígidos y no muy sensibles, tales como trilobites y muchas otras formas vitales elementales los llenaban. La vida rebosaba, pero evidentemente los habitantes del planeta no poseían aún un propósito muy definido. Se limitaban a existir.

No podía pedirse más por el momento. Esos seres eran solo un primer esbozo.

En la tierra, los anfibios prosperaban y medraban a sus anchas, y toscos reptiles depredadores eran los reyes en esa tierra que se hallaba apenas fragmentada. Era una gigantesca isla que flotaba en la superficie de un aún más gigantesco mar planetario.

Era un buen principio, pero era necesario dar mayor impulso, velocidad y vigor al proceso evolutivo.

La Tierra (nombre que el planeta ya había adoptado plenamente, y que se sembraría en la mente de algunos de sus futuros habitantes) tras un sondeo general de los parámetros de su programa, aceptó la recomendación implícita en sus instrucciones. Usó su nexo de geotraxis. Emitió un llamado, y recibió respuesta.

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