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Recuerdo que después de nuestro examen de ingreso, nos examinamos del primer año de Latín unos veinticinco alumnos, siendo catedrático de dicha asignatura el mencionado director del instituto, el señor Commelerán, y un catalán retrógrado, cuya carrera profesional cuando tomó tierra en Madrid, hasta ocupar un sillón en la Real Academia de la Lengua, lo debía, como de todos era reconocido, a medios muy distintos a los justificados, moral y legalmente, de los que hemos pasado los demás mortales.26 Aquel día entró este sujeto, solo, para juzgar nuestros ejercicios de aquella asignatura, tal vez delegado como ponente por sus compañeros del tribunal y, a pesar de ser escritos, al cabo de breves minutos de haber entrado en el salón donde se celebraban los exámenes y donde estaban depositados en sobres cerrados y firmados por cada examinador, se nos llamó de la secretaría a todos nosotros para que entrásemos, uno a uno, en la oficina donde el primer oficial, con los ojos bajos y verdaderamente avergonzado, nos entregaba la papeleta de examen, todas ellas con la nota de «Suspenso», menos una, la correspondiente a uno de nosotros, un circunstancial sobrino de un cura, que rompiendo el aislamiento reglamentario habíamos visto entrar y salir en el salón donde trabajábamos, sin que ningún vocal del tribunal con el que departía muy familiarmente, dejándole, por el contrario, acercarse a su pariente, haciéndole observaciones con el mayor cinismo mientras escribía su ejercicio.