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Como es natural, salimos todos decepcionados y escandalizados, ante el manifiesto atropello de que habíamos sido víctimas, recordando que al entrar el director Commeleran en el salón un bedel, al ver la cara que traía, nos vaticinó que nos preparásemos para sufrir un verdadero «escabeche» general en las calificaciones. Y no se equivocó.
Pero aquel indigno catedrático no salió muy airoso de su «hazaña», porque uno de los examinandos, hombre de unos treinta años que había estudiado varios años en un seminario y que dominaba el latín, desesperado por el daño que le causaba el atropello tan burdamente cometido al calificar los veinticinco ejercicios él solo, sin tiempo material siquiera para abrir los sobres que los contenían y cuyo perjuicio personal era irreparable para él, y para su porvenir, porque le impedía examinarse de la carrera corta de notario, que aún existía para hacerse cargo de la notaría en que prestaba sus servicios como primer oficial, esperó al arbitrario profesor, y, al aparecer este en el claustro, para salir a la calle, se acercó a él y sin pedirle explicación alguna le aplicó una serie de bofetadas, como introductorio a la paliza que le hubiera dado y que no logró consumar por las voces de auxilio del agredido y por la inmediata aparición de los bedeles que acudieron a su defensa, más por deber que por voluntad.