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–Pues yo acabo en este momento de hacerme bachiller –le contesté muy impresionado, enseñándole mi última papeleta de examen, fresca aún la tinta de la calificación y de la firma del secretario del tribunal.
Hubo un momento de cariñoso silencio, tal vez pensando, los dos, lo mismo, cuando el antiguo amigo mío y compañero del colegio, Pepe Viñerta, cortó el diálogo diciendo:
–Adiós, Manolo. Que te vaya bien –me deseó alejándose, presuroso, voceando su mercancía, gritando «los sucesos».
Y aquel fue su último adiós, porque ya no le volví a ver más; pero enseguida pensé que aquel inesperado encuentro dibujaba dos vidas muy distintas: una, la suya, oscura, agobiante y, tal vez, fatal, la de mi amigo de la infancia y compañero del colegio, del que se escapó dos veces para volver a sus correrías del barrio, de las que mi madre logró separarme, cuyo desenlace no podía ser más desastroso, el de un irredento «golfo» madrileño que, agobiado por las privaciones de toda clase, sin el calor ni el consejo de nadie, sin cobijo, ni apoyo de ninguna especie, se iba extinguiendo, poco a poco, para terminar su corta existencia en la cama de un hospital y tras las rejas de una cárcel; y la mía, que aún insegura, señalaba una senda seguramente, en aquel momento, indecisa y empedrada de dificultades y de sacrificios que yo estaba dispuesto a afrontar, aunque nunca pude imaginar las que me esperaban, pero que podrían abrirme paso a un porvenir sostenido y bien ganado, por mi constancia, y, desde luego, menos penoso y triste que el de mi amigo.